El jinete de la descolorida cebra

El pestañeo de los semáforos tiene encerrado una especie de misterio, un lenguaje oculto y una determinación tan fuerte que en un abrir y cerrar de ojos puede cambiar una vida, destrozándola en mil pedazos.

Un yerro en sus precisos movimientos haría que se precipitara la desgracia en un estrépito de muerte, si coincidieran los verdes en una encrucijada, o que nos envolviera una tensa y eterna quietud, si los rojos aparecieran en el mismo momento.

Sin embargo, un amarillo, aunque sea eterno o intermitente, se presenta como una oportunidad para la toma de una decisión, para definir si es preciso detenerse o mirar con atención hacia los costados y el horizonte plagado de espejismos y continuar.

No obstante, ese día, la intermitencia (del amarillo al negro y del negro al amarillo) lo obligó a permanecer estático en el andén, justo bajo la sombra del semáforo, ese árbol metálico y muerto que a pesar de su inerte existencia le permite recoger cada día los frutos que le regala.

Pero como si fuera un río primaveral que ve crecer su caudal tras la partida del invierno, la vía por la que navega cada dos minutos sobre el regazo de una descolorida cebra se mostraba impenetrable, cual felino territorio.

El viento seco atropellado por los vehículos que en intrépida aceleración descendían por el caudal movía sus cabellos, mientras que su piel al ser golpeada por el sol relumbraba con el destello musculado de un toro de casta.

Fue entonces cuando me vio, varado en la orilla, mirándolo en congelada inquietud. Su saludo fue casi imperceptible y de inmediato, con la aparición del rojo profundo, se lanzó a cabalgar sobre las líneas blancas y el asfalto gris.

Algunas manos le entregaron monedas, pero el festín metálico se terminó con la llegada del amarillo y la pronta embestida de los vehículos, que como una avalancha por poco lo barren como ya lo han hecho en el pasado.

Esta vez lo que pudo haberse convertido en un hecho de dolor pasó metamorfoseado por su lado, transformado en una suave brisa que volvió a mover sus cabellos, ahora al otro lado de la carretera.

No sé lo que pensó en ese momento. Desde la otra orilla lo observaba y me preguntaba cómo había perdido sus piernas; por qué se deslizaba sobre aquella tabla con pequeñas ruedas y por qué el destino lo había obligado a mirar a todos los hombres desde abajo, en picada, desde el roto oscuro donde reside la miseria.

Vive de la caridad y quienes a diario lo ven no saben quién es. Es como si para ellos no existiera, como si su cuerpo hubiera seguido el camino de sus miembros amputados y hoy estuviera convertido en polvo.

Sin embargo, todos lo miran ignorando quién es. Como el polvo aparece de la nada y saluda al conductor de un vehículo que se queda mirándolo con fijeza y le hace una pequeña negativa, frunciendo la boca en triste ademán y moviendo su cabeza en un no corto pero eterno.

En las noches duerme tranquilo, y aunque su casa está ubicada en el pesebre que es el barrio Génesis, prefiere hacerlo sobre un andén, donde el cielo lo arropa y la luz lo despierta con un destello de colores que devora sus sueños salpicados de gusanos.

El asfalto es su cama y el cielo lo acobija, mientras el frío lo hiere como el arma blanca que asida por un destino luctuoso supuestamente lo hirió aquel día que nadie recuerda, pero que reside en la mente de quienes lo imaginan cubierto de sangre en burbujeante quejido.

Muchos cuentan que andaba por el filo de la navaja y que un día este se vino en su contra y lo hizo trizas y devoró su ser en una suerte de tragedia en la que él, su protagonista, despertó convertido en lo que es hoy.

¿Es un hombre?, ¿es medio hombre? Él dice que en nada ha cambiado, que es el mismo de siempre; el mismo que en Montenegro vio su primera luz y el mismo que en Armenia se niega a fundirse con la oscuridad.

El semáforo vuelve a parpadear y desde lejos se ve la estampida, los carros que bajan, la luz del sol que golpea sobre sus capotes. El ruido rebota en las paredes de las casas que circundan la vía y llega sin freno para meterse por los oídos.

Cruza la calle, se impulsa con sus manos, las cuales están protegidas por unos guantes que cambia cada semana. Es ágil, frena con ellos, por eso están acabados; su piel curtida vuelve a relumbrar como el sol, pero es un sol negro: más bien una nebulosa que al ser vista por alguien tiende a convertirse en una especie de esperanza.


***

Hace 40 años no tenía que pedir; sus padres le daban todo, pero vinieron los problemas, los gritos, las injurias, la vuelta de espalda y la maldita despedida, ese cruel adiós. Y ¡cómo lo sintió! ¡Vaya que lo sintió! 

Cuando cumplió doce ya estaba trabajando. Las jornadas eran duras, terminaba con su cuerpo destrozado, con sus piernas molidas. Era tan solo un niño y el cemento que ayudaba a convertir en edificaciones parecía que lo aplastaba.

La comida era poca, pero el humo sobraba. La fumarada que salía de la boca de uno de sus compañeros en la obra llevaba un mensaje. Y él lo leyó. Y él siguió aquellas signos al pie de la letra, y mientras su cuerpo se adelgazaba sus energías crecían y llegaban risas sin razones aparentes, sus ojos se teñían de rojo y en las nubes cabalgaban los jinetes.


***

Falta poco para la una de la tarde y el semáforo está vacío. Una señora que cree que su estado se debe a que le dieron un tiro lo saluda como lo hace siempre. Siempre lo ha compadecido, pero no se lo dice, pues nunca le ha hablado, tan solo han cruzado sus miradas en un par de ocasiones.

Cuando llueve prefiere resguardarse en un andén, porque los conductores no abren las ventanas y los motociclistas llevan sus impermeables. Siente frío en su pequeño cuerpo, en las bases de sus piernas cortadas de tajo por aquel maldito cosquilleo que un día se hizo insoportable.

Que ¿cómo perdió las piernas? ¿No hubo balas, no hubo armas? Alguien me dijo que había escuchado que fue en un accidente y que se lo imaginaba entre las latas retorcidas y el sonido de las sirenas y la algarabía de aquella gente que en círculo mira pero no ayuda. 

Imaginé el estrépito y ese dolor helado que se instala en el estómago, donde se potencia al contacto con el miedo y sale de los pulmones convertido en pequeñas ráfagas de tembloroso viento.


***

Hoy el semáforo está intermitente. Él decide irse, no vale la pena quedarse en esa esquina de duda por la que no puede deslizarse. Decide ir a hacer un poco de ejercicio, a colgarse de una barra y a despegarse del mundo.

El humo vuelve a elevarse, pero ahora con sus propios mensajes. Es como un llamado de auxilio que nadie escucha porque nadie mira hacia abajo; solo pisotean.
—Doctor y si solo corta un pedazo, ¿cree que mi pierna sanará?
—No es algo seguro —contestó el médico.
—Entonces córtela toda de una vez. No tengo dinero para estar regresando.

Eso fue hace diez años. Me dijo que esa es la única verdad. Primero fue su pierna izquierda. Estaba roja, le dolía. Después se puso morada y estaba adormecida. Pero el dolor permanecía en la planta del pie. No lo dejaba caminar. Si caminaba, sufría; si descansaba, sufría.

El trabajo se hacía más difícil, ya no podía caminar, y ¿cómo sobrevive un simple obrero que no puede caminar, si afuera hay miles esperando por un lugar para laborar? Eso fue hace diez años. Ahora está en su esquina y el semáforo vuelve a parpadear; está en verde y nadie para.

Él también tuvo sus propias esperanzas. Aunque hoy su esperanza no es verde, es roja. A los quince años su primera esposa tuvo a su hija, él veía su reflejo en aquellos ojos de ángel. Hoy su niña vive en Caquetá y hace mucho que no la ve.

—Doctor, la pierna derecha ya no la soporto.

Eso fue hace siete años y vino el corte final y de ahí para acá es quien es; es el mismo, pero es distinto a la vez. ¿Qué puede hacer un obrero sin piernas? ¿Qué, un campesino que no puede caminar? ¿Tal vez buscar a Dios? ¿Quizás un pacto con el diablo? 

Dicen que optó por rogarle al ángel caído, no sin antes haberle suplicado al Altísimo que le enviara una ayuda divina. Pero el cielo aún está en silencio. Eso me lo dijo alguien, pero no vi verdad en sus ojos.

Dijo que se hizo millonario, que tuvo lo que todos han deseado tener. Carros de lujo, dinero de sobra, mujeres hermosas. Pero hoy sigue en la esquina y el semáforo está en rojo. 
Saluda a un conductor. Este lo mira con desdén, y harto arroja una moneda. Él la mira y continúa. No se humilla. No la toma, aunque esta destella al contacto con el sol sobre la línea blanca de la cebra. 


***

Algunos llegan a pensar que nació así, que abrió sus ojos con su cuerpo incompleto, que creció como un niño mutilado.
—¿Flebitis, doctor?
—Flebitis aguda —contestó mirando unos papeles—. Te haremos algunos exámenes, pero lo más común es que se tenga que amputar el miembro afectado. Lo haremos por partes, y si sana, no tendremos que cortar más.
—¿Y si no sana bien?

El médico de hielo siguió mirando los papeles. Solo tres años después ya no tenía piernas. Por mucho tiempo creyó que las mismas habían terminado en una fosa del cementerio. Él dice que es como la cuota inicial de su muerte.

Las paredes de las venas de sus piernas se habían inflamado y sus piernas estaban rojas y con dolor. En las noches no podía dormir y su esposa despertaba asustada cuando lo escuchaba quejarse. Luego, por el cansancio, aún con el dolor, él podía conciliar el sueño, pero al despertar la encontraba a ella sentada en la cama, con la mirada perdida.

—Si es aguda —le decía ella—, debe ser leve. ¿Te vas a curar?, ¿cierto que sí?

Y él miraba sus miembros que cada día se ponían más oscuros, morados, y sentía el dolor que aumentaba, pero trataba de animarla.

Ya pasaron once años desde aquel tiempo cuando no tenía necesidad de pedir, cuando podía mirar a la gente frente a frente, no en picada. Cuando la hierba que fumaba le servía para sentir energías para trabajar, no como cuando la fumaba con mayor devoción para que se llevara el dolor, no como hoy cuando la fuma para evadirse de la realidad.

Unos niños lo miran con curiosidad y cruzan la calle. Caminan por la cebra y patean una moneda sin mirarla. Él les sonríe a los niños, pero estos no le responden y se pierden en la curvatura de la calle 48. “Yo era como el más chiquito”, dijo.

Su esposa se enloqueció. Cogió la costumbre de hablar sola y cuando lo veía no podía parar de llorar. A veces la miraba desde lejos y la encontraba tranquila, pero cuando él se le acercaba su semblante cambiaba, ella se volvía a entristecer. Por eso no ha vuelto a su casa. Prefiere dormir en un andén de una empresa de leche. 

Aquel día, muy temprano, antes del amanecer, vi el pequeño bulto que bien podría ser confundido con unos deshechos, pero me acerqué y supe que dentro había un hombre.

Su tez es morena, tal vez negra. Permanece sin camisa. Tiene 48 años, algunas pulseras y un arete improvisado, pero sin agujero en la oreja. Es como una especie de pirata en un mar de asfalto, ese mar de veinte metros de ancho en su esquina de la carrera 19. Allí se topa con tiburones, con pirañas, a veces con algunas sirenas; siempre con devastadoras naves.

Hay noches en la que decide ir en busca de su casa, pero una hermana de su esposa lo rechaza, dice que él le hace daño, que él la volvió loca. Y casi siempre tiene la razón, porque cuando lo ve ella comienza a desvariar. Pero hay ocasiones en las que ella parece olvidar cómo se ve y lo abraza y hacen el amor y vuelven a ser uno solo.

Luego retorna la locura, se separan y él vuelve a estar incompleto. Es entonces cuando le ruega a Dios que se acuerde de él, para que olvide lo que dijo cuando hizo su falso pacto con el diablo. Le ruega y en sus oraciones le pide perdón por haber dicho sí a aquella invitación.

Y argumenta… y dice que todo fue falso, que nunca tuvo los autos, que nunca lo besaron aquellas hermosas mujeres, que el dinero jamás le ha sobrado. Que todo fue mentira. Que lo único cierto es que sus piernas las pudrió la flebitis y que alguien después las incineró.

El semáforo regresa a su intermitencia. Recuerda que hace mucho no sueña, pero que cuando lo hace aparecen gusanos; un día, en la mitad de una casa que no era la suya, se vio en un espejo y solo vio gusanos, miles de gusanos, como si fuera un plato de arroz, pero él solo era gusanos.

El amarillo y el negro se turnan. Los carros aceleran, pero pronto regresa el rojo de la calma, del mismo modo en que a él vuelve la rutina. Otra madre pasa la calle en diminutos pasos de carrera, halando a su hijo pequeño, que corre en diminutos pasos que para él son gigantes. El pequeño mira una moneda sobre la cebra, intenta recogerla, pero su madre, sin enterarse, lo impide en su trote. 

El niño continúa y de vez en cuando voltea para ver la moneda, tratando de decirle a su mamá. Ernesto lo ve y sonríe.

El verde lo obliga a orillarse. Me vuelve a hablar de sus sueños. Piensa que quizás sueña eso porque Dios está molesto con él por haber traicionado su nombre. Pero después de pensar en silencio dice: “Por eso me dieron ciento treinta mil pesos y era para un vídeo que está en internet. Yo creo en Dios, yo no he hecho ningún pacto con el diablo”.

Sin embargo, todos los días quienes lo reconocen le preguntan por qué nuevamente está tan mal, por qué regresó a aquella esquina. Antes de despedirse me da la mano y me dice: “Mire en la mitad de la cebra. No todo es malo: hay una moneda tirada”. 

Al verlo alejarse pensé en todas las puertas que le han cerrado, en la pensión de invalidez que tanto buscó pero que pronto se convirtió en una utopía. En sus piernas incineradas, en sus anhelos calcinados. Pienso en su desquiciado exilio y en su recurrente sueño con gusanos, que alguien le dijo que era larga vida, pero que en realidad son problemas apilados.

Pienso que mi ciudad es como su cuerpo que tiene zonas rojas que amenazan con tornarse negras. Zonas que duelen, pero que son ignoradas; que huelen a muerte, pero que son olvidadas. Quizás mi ciudad sueña con gusanos y el semáforo está intermitente, y sus caminos, por los que transitan miles de jinetes sobre descoloridas cebras, están eternamente minados. 

Al pasar recoge la moneda como quien ha encontrado un tesoro, y se marcha. Ese metal estaba en su destino. La vía está solitaria y quieta. La iluminación de la carrera comienza a encenderse. Yo me montó en mi trajinada moto y espero que pase ese eterno rojo. Después llega el verde y puedo seguir, ese es el color de mi esperanza. 

Por Oliver GS

Publicado originalmente en el diario La Crónica del Quindío (11/01/2015)

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