Un acto suicida envuelto por la locura

Carlos Andrés Restrepo decidió suicidarse la noche del lunes. En su tercer intento, el joven de 21 años falleció ante la mirada de los espectadores. 

En primera persona, John Jolmes Cardona, reportero gráfico de La Crónica del Quindío, narró su experiencia con el joven paciente psiquiátrico que la noche del pasado lunes se suicidó lanzándose desde el puente La Florida. La descripción, en la que se descubre el trabajo de obra blanca del cronista, sirvió en su versión oral como una catarsis para quien vivió una experiencia que cambió su vida. Los espectadores instaban al ciudadano a lanzarse, ¿vale la pena revisar los protocolos seguidos por las autoridades para evitar situaciones como esta ¿Qué valor tiene hoy una vida?

Atrapado allá parecía que estuviera encerrado en su propia cárcel. Pero ¿por qué purgaba esa condena que en diversas ocasiones lo habían llevado a tomar la decisión de acabar con su vida?

Entre las rejas que sirven de baranda para proteger a los caminantes de una caída mortal se veían sus manos asidas con fuerza y sus ojos en los que se adivinaba un miedo nocturno que era más grande que cualquiera de nosotros.

Alguien vio cómo, con la experiencia de alguien que ya lo había hecho, de forma intempestiva, se subió por la baranda e inició la que sería la última escena de su vida.

Yo llegué por casualidad, tras ver una seguidilla de rostros descompuestos que parecían migajas de pan puestas sobre un camino que conducía hacia el lugar que estaba dispuesto para ser un escenario de muerte.

La gente estaba aglomerada, pero al convertirme en parte de esa multitud, pude avanzar hasta llegar al lugar donde volví a ver aquellos ojos que ahora navegan en mis noches con su brillo lunar inundado de lágrimas.

Pocos minutos antes, Quindío había derrotado 3-0 al Cúcuta. Le bastaron los diez últimos minutos para sacudir a su rival en una noche verdeamarilla.

Al salir del estadio, en los brazos de la alegría y con una sonrisa que valía tres puntos y una cercana clasificación, al pasar por el sector del parque La Constitución, vi la muchedumbre y de inmediato supe de qué se trataba.

En los más de veinte años que llevo en el campo de la fotografía, 13 de los cuales he trabajado en el diario LA CRÓNICA, he tenido que cubrir unos veinte suicidios en el puente que conduce a Calarcá.

La vía que era empleada con más regularidad antes de la construcción de la infraestructura que ahora luce amarilla es conocida como la Curva del Diablo, pero pienso que más que esa serpiente de asfalto, al ángel caído le pertenece aquella mole de hierro y concreto.

Al mirarlo supe que era el mismo joven que hace poco tiempo había intentado acabar con su vida lanzándose desde el mismo lugar y no niego, no podría hacerlo, que creí que no lo haría, que era lo que pensaban las muchas personas que acudieron a la que tomaron como una función.

Pero, respetuoso de las decisiones ajenas y aún más por la vida, me molestaban los gritos de la gente que a mis espaldas, en un acto que todavía no puedo comprender, le gritaban que saltara, que lo hiciera, que era una gallina, que era un simple cobarde.
Mi congoja era inmensa al escuchar aquellos alaridos que se mezclaban de forma macabra con risas que no podrían brotar de ningún lugar distinto a las caldeadas espesuras del infierno.

Mientras esto ocurría los integrantes de la Policía Nacional, de los organismos de socorro y un psicólogo intentaban que el joven de 21 años reversara su fatal decisión. Trataban de entrar en su mente para expulsar a sus propios demonios.

Pero estos danzaban en un ritual misterioso y su danza era envuelta por el murmullo, porque las palabras bullían y los observantes seguían empeñándose en convertir en comedia lo que era una triste tragedia.

Sus manos seguían sujetas a la baranda y yo alcanzaba a ver en sus ojos un brillo demente, pero al seguir escuchando los chistes, las burlas, las frases sin sentido, volteé y vi en los expectantes aquella misma mirada de locura.

No eran todos, tengo que decirlo, porque en otros ojos vi una tristeza grande, quizás más grande que los más de 50 metros que en descenso brutal esperaban a Carlos Andrés.

Ese era su nombre y su apellido era Restrepo, y su nombre y su apellido deben figurar en algunas instituciones psiquiátricas junto con el número de uno de aquellos pacientes que viven en una eterna búsqueda de la muerte, porque la vida les duele y no significa más que lágrimas y desolación.

Mi cámara lo había registrado hace unos meses en su más reciente intento de suicidio, pero de esa acometida sobrevivió gracias a la audaz acción de un policía, pero hoy sé que él no se iba a rendir por más que con palabras los expertos en las ciencias psiquiátricas y psicológicas trataran de regresarlo a la cordura.

Y cómo no voy a saberlo si un día el dolor se metió en mi corazón y yo mismo quise acabar con mi vida. Sentí ese peso en el pecho que pide a gritos desaparecer y corrí en busca del lugar en que sabía que uno de mis amigos guardaba un arma de fuego, pero él quizás adivinó el sufrimiento en mis ojos y la cambió de lugar.También hizo que yo cambiara, y hoy lo sabe, una decisión fatal por una nueva oportunidad. Cómo no voy a saberlo, si yo también sentí que nada en el mundo importaba y que yo no le importaba al mundo.

Yo fui un Carlos Andrés tratando de evadirme de mi existencia, pero en mi absoluta soledad nadie me gritó que lo hiciera, que era un cobarde, que saltara pues a nadie le importaba.

El psicólogo le dio algo para que tomara, también le dio un paquete de papas. Los policías y socorristas lo miraban y con diminutos pasos trataban de acercarse, pero él les pedía que se alejaran. A mí me pidió que apagara la cámara, y yo lo hice y esperé el momento en el que soltara la baranda y retornara al mundo de los cuerdos, de la risa burlona, del matoneo en su máxima expresión.

Esa imagen da vueltas por mi cabeza. Han pasado dos días y se mantiene intacta. Al psicólogo de bomberos, Julio Velasco, que se había sentado a su lado, le contó los detalles de su tristeza. Le habló de los problemas con su novia, de los inconvenientes en su trabajo, de la melancolía que lo carcomía.

Tomó un sorbo de gaseosa y se agachó, dijo gracias y se dio la bendición. Yo lo estaba mirando cuando sus brillantes ojos y su cuerpo entero fueron tragados por la penumbra.

Todo lo envolvió el silencio. El acto había terminado, al voltear vi como los cabalmente ciudadanos se alejaban, mientras que para los socorristas continuaba la labor.

Mi trabajo es informar y permanecí allí mientras la unidad móvil de extracción de los bomberos comandados por José Augusto Montoya se internaba en la oscuridad y esperé que desde las profundidades del abismo emergiera la luz, pero pronto ascendió la mala nueva de que Carlos Andrés había muerto.

Al día siguiente nos enteramos que hace más de dos meses no consumía los medicamentos psiquiátricos requeridos para controlar sus problemas de salud y que incluso hace algún tiempo había intentado suicidarse ingiriendo agujas.

Yo no he podido sacarme esa imagen de la mente y me niego a creer que la indolencia que presencié aquella noche haya sido real. También me niego a creer que la vida importe tan poco. La noche del lunes no vi juicio ni razón, creo que asistí a un acto de las distintas fases de la locura.

***


Por Oliver GS y Jonh Jolmes Cardona Núñez

Publicada en La Crónica del Quindío el 6 de octubre de 2014.

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